Por: Carlos Díaz Acevedo.
Para ponerle punto final al conflicto con los cimarrones en los alrededores de la provincia de Cartagena de Indias, el 23 de abril de 1693 el gobernador don Martín de Cevallos y la Zerda decide ponerse al frente de la expedición contra los negros esclavos fugados a los montes y organizados en palenques que estaban generando innumerables daños y miedos entre los pobladores.
Don Alonso Cortés, sargento mayor, queda como autoridad máxima de la provincia con falta de milicia.
Con la partida de Cevallos hacia la zona rural junto con gran parte de la fuerza militar del puerto, la zona urbana queda indefensa. Esto lo saben los cimarrones que planean un ataque contra la ciudad desde fuera de las murallas, pero también desde dentro.
Para que la rebelión no fracase como había ocurrido en 1683, los cimarrones deciden por primera vez aliarse con los negros esclavos de la ciudad con quienes se comunican a través de cinco espías: Juan Congo, Manuel Congo y Juan Arará, negros africanos esclavos, el barbero Francisco de Vera, mulato libre y Francisco de Santaclara, negro esclavo perteneciente a las monjas del convento de Santa Clara.
Francisco de Vera y Francisco de Santaclara, reunidos en el convento de Santa Clara, hablan el 28 de abril sobre la rebelión esclava, sin darse cuenta de que Joseph Sánchez, un monje del convento de San Agustín, de visita al Santa Clara, los escucha y descubre el plan de sublevación general previsto para el 30 de abril.
Joseph Sánchez habla con otro religioso sobre el inminente ataque a la ciudad por parte de los dos grupos de negros. El religioso a su vez se lo cuenta a fulano, mengano, zutano y perengano hasta llegar en la noche del 29 de abril a los oídos de las autoridades, quienes sienten miedo, se ponen nerviosas y de inmediato inician una investigación exhaustiva para constatar el posible plan de rebelión de los esclavos.
Don Alonso Cortés convoca a una reunión extraordinaria en la mañana del 30 de abril y toma una serie de medidas para evitar la rebelión esclava: captura a los espías e involucrados en el plan; preparación de mayor cantidad de munición posible por parte de la milicia; refuerzo de la guardia; ubicación de patrullas en lugares claves de la muralla, como la puerta de Santa Catalina; restricciones severas a los esclavos, que no se les permita hacer corrillos y que no anden por las calles ni que carguen armas; que se mate a los que se encuentren por las calles.
La cadena de comentarios sobre el levantamiento de los negros cimarrones y esclavos va más allá de las élites y las autoridades de la ciudad, también llega, junto con el nerviosismo y el miedo, a los habitantes del puerto, quienes en la tarde del 30 de abril de 1693 salen de las casas con toda clase de armas, invaden las calles y corren desesperadamente hasta las fortificaciones para defender la ciudad y luchar contra los agresores que ese día no llegan porque se enteran que el plan de conspiración ha sido descubierto y que los espías han sido capturados.
El asalto cimarrón no se da, pero la ciudad se alborota, está en caos. Los habitantes asesinan a muchos negros esclavos y libres en las calles por orden explícita de don Alonso Cortés y con el beneplácito del gobernador don Martín de Cevallos y la Zerda, quien, al enterarse de lo sucedido en el puerto, escribe: “Nada puede importar tanto como sujetar los negros que hay en la ciudad si se le conocieren inquietudes pasándolos a cuchillo pues es menor y conveniente que ellos perezcan a que perezcamos nosotros o seamos sus esclavos”.
Los blancos en Cartagena matan a los negros esclavos y libres porque temen perecer a manos de ellos, tienen miedo a ser esclavos de los esclavos, contrario al juramento del jesuita español: “Petrus Claver, Æthiopum semper servus” (en latín), “Pedro Claver, esclavo de los esclavos para siempre” o “Pedro Claver, esclavo de los negros para siempre” (en castellano).